“Debemos hacernos
merecedores de que nos hablen y nos cuenten. Deberemos salir y destacarnos de
esa “Asamblea de los Parlantes”(…) para convertirnos en aquel que puede alojar
un decir extranjero e impropio” (Leibson L., 2013, Pág. 65)
Las
preguntas sobre la función del acompañante, qué es acompañar, cómo hacer ahí
con ese lugar al que somos convocados, teniendo para esto que dilucidar la
demanda que aloja ese pedido; son cuestionamientos entre los cuales se va
entretejiendo un hacer ahí, que se da, emerge, tras lo cual ha sido crucial el
poder hacer también clínica de éste. Particularmente desde pensar el
acompañamiento como una función, preguntarnos sobre ésta en tanto somos
convocados como acompañantes de un sujeto “loco”, delirante en sus dichos, a
los que apostamos a escuchar un decir. Si es necesario, previamente al
encuentro con el paciente delimitar esta función, de acompañante diferenciándola
de la de analista, cuestionamiento que surgió en un espacio de discusión de
material clínico, en relación a la intervención que hacía el psiquiatra, los
lineamientos que éste daba para una internación, que no eran acordes al modo en
que intentábamos alojar, como acompañante, eso que le acontecía, interviniendo
para llevar a la internación vía una decisión del paciente, alojada en su decir.
Respecto
a esta última pregunta, me surge la respuesta como en ese mismo momento de discusión,
casi de instinto, sosteniendo que no es posible delimitar y diferenciar una
función previo al encuentro, imposibilidad en relación a que esto no va a
permitir una suerte de delimitación del espacio de intervención y por ende un
saber hacer desde este marco, y si lo permitiera, justamente ya estamos fuera
de la función, y de escuchar ese decir. Creo que solo así podemos alojar la
singularidad de cada encuentro, y no ir a operar con la psicosis, sino con ese
decir loco que nos convoca a un diálogo,
diferente, pero un diálogo…de locos.
Como
señalé al pasar, estas reflexiones se enmarcan en la experiencia de
acompañamiento de un paciente, con quien estuve por casi dos años. En un primer
momento, recuerdo que el pedido era del orden del saber, él exigiendo que le aportáramos,
que la compañía, en este sentido, era delimitada como activamente otorgadora de
conocimiento, ubicándonos desde este lugar, estando muy atento a lo que cada
quien le entregaba. Digo estando dado que, en el recorrido de nuestros
encuentros, fui siendo testigo de como, en su decir, se le iba diluyendo el
poder especificar lo que cada una de las acompañantes le aportaba, ubicando en
un momento, de bastante crisis y en el que estaba muy angustiado por un delirio
persecutorio, que él no necesitaba saber, que ya sabía, lo que necesitaba ahora
era compañía…Que se alojara ese decir, lo que no ocurre al ser catalogado como
loco, en el sentido deficitario del término, pues ahí más bien lo anulamos, bajo
la premisa de irreal, de que de lo que se aqueja no le acontece, con la fantasía
de que esa “verdad/realidad” debiera desvanecer la angustia.
En
esos puntos es en donde me fui encontrando con este cuestionamiento, qué es en
la práctica el escuchar el delirio, cómo alojarlo, cómo confrontarlo, en
definitiva, cómo acompañarlo. Y ahí es donde me parece, hay una respuesta que
es más bien para seguir pensando, justamente en la importancia de poder
acompañarlo, jugando y extrapolando quizás la función de acompañante
terapéutico en este sentido, en que frente a un decir extranjero, no lo
invalidamos como irreal si somos capaces de acompañarlo.
En
esta línea me resuena lo planteado por Allouch (1986), cuando señala que en la
locura, es posible intervenir cuando, “dirigiéndose a nosotros como a un
semejante, como a un codelirante potencial, el psicótico
espera de nosotros una confirmación de la experiencia que él sufre y de la que
se hace para nosotros el testigo (…)
el no está sin saber e incluso sin tener razón en su saber. Nada obtendremos de
él si le rechazamos eso” (Pág. 52). Tal como dijo esta paciente, ella ya sabe,
lo que busca es que con eso que ella sabe, pueda dialogar, teniendo un lugar, que
se le otorgue un lugar, a través de un diálogo que convoca desde la locura, del
cual es muy difícil poder ser parte, dando un lugar diferente al de enfermo
psiquiátrico, lugar que la cristaliza e invalida, cuestión de la que se aqueja,
reinventando constantemente, diversas formas de poder hacerse un lugar
diferente.
El
delirio quiere hacerse oír, y también quiere que le hablen. Como refiere
Leibson (2013), no se trata de dialogar con la certeza, con ese saber, sino de
hacerla entrar en la conversación, en la movilidad de un diálogo, aunque sea un
diálogo de locos.
Uno
de los puntos complejos de acompañar en este lugar de codelirante, es específicamente
el poder delimitar, preguntarnos si es necesario confrontar y el cómo hacerlo. Pareciera
que la confrontación va más bien del lado de dialogar con eso, pero no
cuestionar directamente eso que sabe en el decir de un paciente, sino el poder
movilizar eso que entra en una conversación, que pueda vacilar, y así
relativizar eso que se vuelve tan avasallador.
Ahí
la apuesta del equipo, escuchando fuimos viendo cómo alojar en él la necesidad
de una internación, dada la angustia en la que se encontraba, lo que a los ojos
del psiquiatra aparecía como “manipulación” ya que a él no le había contado
nada de este delirio, y que a sus ojos, ningún psicótico podía ser tan
estratégico en relación a con quienes abrirse. Es en ese punto en donde me hizo
pensar mucho lo trabajado por Lacan sobre la asamblea parlante, particularmente
la línea de que es un decir que no se abre indistintamente, debemos hacernos
merecedores, acompañantes de esto. Entramado complejo a seguir reflexionando,
más aún cuando siguen primando intervenciones con la lectura clínica de “es una idea en tu cabeza”.
Referencias
Allouch J. (1986): Ustedes
están al corriente hay una transferencia psicótica. En Revista litoral 7/8.
Edelp. Argentina.
Leibson L., Lutzky J. (2013). Maldecir la psicosis, transferencia, cuerpo y significante. Buenos
Aires, Letra Viva
Lorena Álvarez Reyes